Tengo que confesar que entiendo la naturaleza como el entorno natural y humano que me rodea, dependo de ella para crear mi obra, me supedito a sus leyes, claudico ante sus encantos, la necesito. Sin embargo, debido, quizás, al poder de que goza, soy incapaz de trabajar en sus propios dominios. Admiro a aquellos impresionistas que con la paleta al hombro se tiraban al campo en pos de colores y formas; yo necesito la intimidad del taller, la soledad de un espacio personal que no sea quebrantado por nada ni por nadie.
Tanto como la naturaleza y el retiro de mi estudio, me resulta imprescindible el dibujo. La pasión por esta técnica la he tenido siempre. No sólo es un recurso que utilizo para llegar a la escultura o a la pintura, es, también, una forma autónoma que siento como única y que se impulsa ante cualquier toque de atención. Cuando menos lo espero resucita espontáneamente, yo diría, casi de manera subconsciente, haciendo visibles todo tipo de emociones y sentimientos.
Camilo Otero
Camilo Otero Martín será recordado por su densa labor creativa desarrollada en sus miles de dibujos, esculturas, óleos, joyas y tapices perfilados a través de una mitología irónica, sensual y humorística de lo cotidiano, asociada al mundo disparatado del absurdo. Rimbaud, la Bella Otero y la Pasionaria serán algunos de sus homenajes en bronce.
Su trayectoria se inicia en los años cincuenta, cuando asiste a clases en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal, Compostela. Pronto se traslada a Barcelona y más tarde a París, donde vivirá más de tres décadas en las que su obra irá madurando progresivamente, ayudada por ciertas circunstancias, sin duda privilegiadas, que se cruzan en su camino. Entra en el taller del escultor Collamarini, del que acaba siendo discípulo, coincide con Picasso y llega a tratar a Giacometti. Sus primeras exposiciones importantes las realiza en el país vecino; luego vendría su presentación en Alemania, Turquía, Suiza, Japón, Suecia…
En los años noventa, aún familiarizado con el éxito en la capital francesa, decide, sin embargo, regresar definitivamente a Galicia. Atrás quedan los momentos de las partidas de ajedrez y acaloradas disputas con Fernando Arrabal, sus tardes en el Louvre, el prestigioso premio Bourdelle…
Sus últimos años los pasa en su refugio, cerca de Santiago, al que explícitamente pone el nombre de A Tolería , un territorio reservado para la sutileza y el descaro artístico. Su talante provocativo y rebelde le granjeó menos reconocimiento del que, sin duda, por su obra se merecía, y, posiblemente también, cierto aislamiento. «Crear como un dios, mandar como un rey y trabajar como un esclavo» es una frase atribuida a Brancusi con la que Camilo Otero se sentía especialmente identificado. Este pensamiento resume a la perfección la personalidad de este gran artista gallego, fallecido ayer a los setenta y un años.
La voz de galicia 27-08-2003